Hace casi 350 años el holandés Joan Blaeu quiso replicar el mundo y, en 1662, dio a la imprenta el Atlas Maior, el libro más prodigioso y caro del siglo XVII.
Cosas de los cuatro rincones del mundo las sabía Joan Blaeu sin salir de sus canales, porque pensaba que "como en casa de uno, en sitio alguno". Había vivido entre mapamundis y planchas de cobre, porque su padre, Willem Blaeu, era cartógrafo e impresor.
Él le contagió la fascinación de un oficio que juntaba el exotismo y las matemáticas con la poesía que evocaba una jerga engastada de bellas palabras como stella maris, azimut, ballestilla, cruz del sur, alidada de pínulas, azafea o almicantárada.
Negocio familiar
Cuando quedó huérfano dejó sus estudios de leyes en la Universidad de Leyden y, con su hermano Cornelius, continuó el negocio familiar. Trabajó para la Compañía de las Indias Orientales y publicó su primer atlas, que llamó Teatro de las ciudades.
Poca cosa para alcanzar al más aventajado de sus competidores, Johannes Janssonius, yerno del gran Jodocus Hondius El Viejo, que había cosechado un éxito fulgurante editando el atlas de Gerhard Kremer, Mercator. Vanamente intentó superarlo Willem Blaeu.
Una generación después, la rivalidad de ambas familias por hacerse con el monopolio de mapas, portulanos y planisferios se convirtió en lucha sin cuartel y conoció episodios épicos. Era una carrera de locos por incorporar más y más mapas a las colecciones, la cantidad primaba sobre la calidad y en busca del atlas definitivo valía todo: el robo, el plagio y cualquier otra artimaña. Había que mejorar el gran best seller de la cartografía durante medio siglo, el imponente Mercator.
El desafío había empezado en 1638, año de la muerte de Willem Blaeu. Johannes Janssonius (JJ) y Joan Blaeu (JB) quedaron frente a frente como gladiadores continuando la vieja contienda de sus antepasados.
Fue un duelo sin piedad y sin tregua que sólo terminaría con la muerte del primero. Cuando Blaeu incorpora China a su atlas, Janssonius replica con 10 nuevos mapas del Viejo Mundo. Hubo que dejar la partida en tablas, de momento.
Tras 20 años de escaramuzas, tanto uno como otro tienen listo un nuevo atlas de seis partes, el de Blaeu incorpora 430 mapas; el de Janssonius, 445. Pero el de Blaeu era más equilibrado. El frenesí de la cantidad era simple oportunismo, ganas de epatar a unos clientes más interesados en los mapas como objetos decorativos que como documentos científicos.
Pero ni uno ni otro habían medido en su vida un solo palmo de tierra, ninguno había viajado más allá de los confines de los pólders, no eran navegantes, ni exploradores, ni geodestas; pero esperaban en el puerto a estos fatigadores de distancias.
Arribaban con sus apuntes como con un tesoro, traían dibujos y testimonios que abarcaban desde el Sacrum Promontorum (Portugal) hasta la isla Trapobana (Sri Lanka) pasando por la Última Thule (en el Círculo Polar Ártico).
Los empresarios a la greña entraban en pujas desquiciadas para comprar sus manuscritos, sus diarios, sus cartas de marear; contactaban con eruditos de toda Europa y contrataban corresponsales; compraban recopilaciones al escocés Timothy Pont, al italiano Giovanni Antonio Magini y a tutti quanti.
Sobre todo, saqueaban los atlas anteriores de Ortelius (cartógrafo de Felipe II) y Mercator (colaborador de Carlos V). También fusilaban a los antiguos (Hecateo, Aristarco, Euxodo, Estrabón o Plinio) y a los modernos (Paolo dal Pozzo Toscanelli o Martin Behaim).
Aquel par de escualos en los mares procelosos de la industria cartográfica sólo eran enanos subidos a los hombros de los gigantes. Virtuosos del plagio, el filibusterismo y el saqueo, JJ y JB eran pícaros impunes; porque ni existían los derechos de autor ni los privilegios ofrecían protección suficiente.
En 1658 Johannes Janssonius estremeció a Joan Blaeu con un nuevo golpe de mano, puso en el mercado su Novus Atlas absolutissimus. No era coherente, ni cohesionado pero, además de incorporar más de 500 mapas, incluía descripciones de países, océanos, ciudades y cielos.
El atlas definitivo
Blaeu envidó con un órdago insuperable, se encomendó a la memoria de su padre muerto, puso en zafarrancho de combate a sus proveedores, contrató a un centenar de tipógrafos, grabadores, encuadernadores y a una legión de niños y mujeres para colorear las páginas; hizo funcionar durante jornadas de 10 horas diarias sus nueve prensas para libros y sus seis para planchas de cobre, en la que era entonces la imprenta más grande del mundo, y cuatro años después tuvo en sus manos el primer ejemplar de la edición latina del libro más grandioso publicado hasta entonces, el Atlas Maior, una hazaña colosal, una apoteosis de 600 mapas.
Durante 100 años sería el atlas definitivo, como antes lo había sido el Mercator. En una década imprimió casi cinco millones y medio de páginas de texto. Cada cajista empleaba ocho horas en componer una página, cada imprenta producía 50 páginas de texto por hora y 10 páginas de mapas.
Luego había que colorearlos a mano uno por uno, porque hasta la invención de la litografía, en 1800, no fue posible la impresión en color. Un ejemplar en español costaba entonces 460 florines; sin colorear, 390. Lo que equivaldría a unos 20.000 euros actuales. Tras el éxito orbicular de Blaeu, Janssonius abandonó la partida y, acaso vencido por el acre sabor de la derrota, dos años después exhaló su último suspiro.
Joan Blaeu lo sobreviviría apenas una década. En 1672 un incendio arrasó su imprenta principal en Gravenstraat, las llamas no sólo devoraron miles de pliegos de papel y de mapas impresos, sino que fundieron numerosas planchas de cobre.
Las pérdidas dejaron maltrecha la salud del impresor, pero las penas nunca viene solas, se arraciman como las villas en un mapa, y Joan Blaeu cayó en desgracia ese mismo año con el advenimiento del nuevo régimen de Guillermo III de Orange.
Declive empresarial
Poco después el impresor rendía la vida. Su hijo Joan Blaeu II, de 22 años, heredó unas mil planchas de cobre y un mercado en declive, porque París estaba tomando el relevo en el negocio de replicar el mundo en un papel. Ya no quedaban muchos coleccionistas entusiastas. El más aplicado era el abogado Laurens Van der Hem quien, sobre la base del Atlas Maior, había reunido un tesoro de 3.000 mapas que hizo encuadernar en 46 partes.
Con el tiempo lo adquiriría Eugenio de Saboya. Este príncipe era un general sagaz y temerario, sabía que si Julio César triunfó donde había fracasado Craso en su guerra contra los partos fue porque aquél estudiaba la topografía del suelo antes de presentar batalla. Por eso Eugenio de Saboya temblaba de emoción ante un mapa y por eso compró, en 1730, la colección de Van der Hem. Ahora es una de las joyas de la Biblioteca Nacional de Austria en Viena y en 2004 la Unesco la incluyó en el programa Memoria del Mundo.
De la primera versión del Atlas Maior se tiraron, en cuatro ediciones, unos 1.300 ejemplares. Según una encuesta de 1993, entre 2.500 bibliotecas, se conservan 129 ejemplares de la edición latina, 84 de la francesa, 59 de la holandesa y 45 de la española.
En tres siglos y medio, los incendios, las inundaciones, las guerras y la incuria del tiempo han destruido o extraviado casi 1.000 ejemplares. Los que quedan, rara avis en la jerga de los bibliófilos, son joyas codiciadas por los anticuarios.
El facsímil de Taschen, de 7,5 kilos de peso, (en español, italiano y portugués) corresponde a una edición de 1665. Los textos, sin embargo, son una miscelánea que mezcla descripciones originales con referencias de autores posteriores.
Pero más que este enciclopedismo cándido, al empresario Blaeu le obsesionó el empeño imposible de trasladar la esfericidad de la Tierra a una gratícula plana de meridianos y paralelos. A medida que envejecía, experimentaba la melancolía de comprobar que a sus planisferios, tan primorosos, les estaba vedada la exacta fidelidad a la forma, la distancia y la angularidad.
Producía fragmentos transportables del mundo y, consciente de la imposibilidad de reflejar con exactitud las anfractuosidades del planeta, su objeto de deseo, se abandonó a la molicie de la cantidad. El tamaño de su esfuerzo, sólo comparable al del titán Atlas cargando el planeta sobre sus hombros, no fue superado en 100 años. Lo lograron los cartógrafos franceses del Siglo de las Luces. Pero ésa es otra historia.
Fuente: El Mundo