El desmonte en el este del estado brasileño de Acre para la expansión de la ganadería ha revelado en los últimos 30 años centenas de grandes estructuras geométricas de tierra construidas por pueblos precolombinos.
Dichas estructuras reciben el nombre de geoglifos. El hecho de haber sido construidas por el hombre implica la existencia de un gran poblamiento en la región hace miles de años, como así también sugiere que, en el pasado, la selva había sido parcialmente derribada para el uso de la tierra en la agricultura. La arqueóloga inglesa Jennifer Watling, actualmente becaria de posdoctorado de la FAPESP, estudió durante su doctorado –defendido en la University of Exeter, en el Reino Unido– cuál habría sido el impacto ambiental provocado por las poblaciones prehistóricas debido a la construcción de esos geoglifos. Watling estudió dos zonas con geoglifos: el sitio arqueológico Jacó Sá y la hacienda Colorada. Su trabajo salió publicado en Proceedings of the National Academy of Sciences y adquirió inmediatamente visibilidad internacional, con el reportajes publicados en medios tales como The New York Times. Al salir de Rio Branco, la capital del estado de Acre, se avanza por la carretera BR 317 en dirección a Boca do Acre (en el estado de Amazonas). Se tarda alrededor de una hora en coche para recorrer los 50 kilómetros hasta que se llega al sitio Jacó Sá. A lo largo del trayecto se pasa por pasturas con ganado de la raza nelore donde antes había selva amazónica primaria, cuyas franjas aún son visibles de ambos lados de la pista en la línea del horizonte. Toda aquella parte del extremo occidental de Acre estaba cubierta por selva primaria hasta la década de 1980, pero viene siendo desforestada para la cría de ganado. La mitad de la cobertura forestal de la zona se ha perdido. Irónicamente, si no fuera por el aumento de la ocupación humana en Acre, los más de 450 geoglifos prehistóricos actualmente catalogados seguirían ocultos en el monte. La selva evidentemente esconde muchos otros. Los geoglifos se propagan por los valles de los ríos Acre, Iquiri y Abunã, entre Rio Branco y Xapuri, y también al norte de Rio Branco en dirección al estado de Amazonas. Desde el suelo no es posible visualizar sus formas ni tampoco sus dimensiones. Pero en un avión, volando a 500 metros del suelo, los geoglifos se vuelven visibles. Tienen formas de círculos, cuadrados, rectángulos, círculos concéntricos o también círculos circunscritos en el interior de grandes cuadrados. Sus dimensiones son colosales: varían de 50 a 350 metros de diámetro. En suelo, los geoglifos son como grandes fosas de hasta 11 metros de ancho por 4 metros de profundidad. Es impresionante el inmenso volumen de tierra que debió removerse para su construcción, lo cual implica la existencia de un gran contingente poblacional. En el sitio de Jacó Sá hay dos geoglifos, ambos con forma de cuadrados de alrededor de 100 metros de lado, y uno de ellos tiene un círculo perfecto circunscrito en su interior. Quien lo desee puede usar Google Maps e ingresar las coordenadas 9°57′38″S 67°29′51”W para apreciar ambos geoglifos desde las alturas. Watling pretendía entender cómo habría sido vegetación de aquella zona en la época en que se construyeron los geoglifos. El lugar, antes del desmonte, estaba dominado por bosques de bambúes. Watling se propuso responder una serie de preguntas: “¿Los bosques de bambúes habrían predominado antes de que se construyeran los geoglifos? ¿Cuál fue la extensión del impacto ambiental asociado a la construcción de los geoglifos?”, se pregunta la arqueóloga. “¿La región habrá estado cubierta de bosques antes de la llegada de los pueblos que construyeron los geoglifos, o sería originariamente una zona de sabana? Y si era selvática, ¿durante cuánto tiempo las áreas deforestadas quedaron abiertas? ¿Qué sucedió con la vegetación cuando los geoglifos fueron abandonados? ¿Cómo fue el proceso de regeneración de la selva?”, son otras cuestiones que se planteó. Manejo forestal Watling actualmente se dedica a su posdoctorado, bajo la supervisión del arqueólogo Eduardo Góes Neves, del Museo de Arqueología y Etnología de la Universidad de São Paulo (MAE-USP). La investigadora estuvo seis meses excavando en los sitios de Acre, entre 2011 y 2012. Empleó técnicas de paleobotánica para obtener respuestas. Sus excavaciones en Jacó Sá y en la hacienda Colorada demostraron que el ecosistema de bambúes existe en la zona hace al menos 6.000 años, lo cual sugiere que esta especie vegetal no fue introducida por los indios, sino que formaba parte de la composición paisajística original. La presencia del hombre en la zona data de hace al menos 4.400 años. En tanto, la presencia de partículas de carbón, fundamentalmente a partir de 4.000 años antes del presente, implica la intensificación del desmonte y/o del manejo forestal por parte de los indios. La mayor acumulación de carbón coincide con la época de construcción de los geoglifos, hace entre 2.100 y 2.200 años. Pese a la relativa facilidad con que se remueven los bambúes (cuando se los compara con las caobas y los castaños, por ejemplo), Watling no halló evidencias de desmontes significativos en ningún período. Según la investigadora, esto quiere decir que los geoglifos no estaban dentro de un área totalmente deforestada. “Al contrario, estaban rodeados por las copas de las árboles. La vegetación local nunca se mantuvo completamente abierta durante todo el período precolombino. Esta deducción coincide con evidencias arqueológicas que indican que los geoglifos se utilizaban como bases esporádicas y no estaban habitados continuamente”, dijo Watling. “Las excavaciones arqueológicas no revelaron una gran cantidad de artefactos, lo que indica que los geoglifos no eran lugares de residencia permanente. Los indios no vivían allí”, dijo. Otra constatación indica que los geoglifos no fueron construidos sobre la selva virgen que fue derribada. Los datos paleobotánicos que Watling recabó sugieren que esas estructuras se erigieron en terrenos previamente ocupados, es decir, en selvas antropogénicas, que fueron taladas o que su composición se vio alterada por la acción humana en el transcurso de miles de años. Esto tiene su sentido, pues ahora se sabe que esa región estaba ocupada desde hace 4.000 años. En otras palabras, sus habitantes llevaron a cabo 2.000 años de manejo de la selva antes de la construcción de los geoglifos. Merced a las investigaciones realizadas en otros geoglifos se sabe que el pueblo que construía esas enormes estructuras cultivaba el maíz y el zapallo. Los datos recabados por Watling indican que la deforestación mediante la quema realizada hace entre 4.000 y 3.500 años estuvo seguida por un aumento significativo de la cantidad de palmeras en la composición de la selva. No existe ninguna explicación natural para el aumento de la cantidad de palmeras, ya que el clima en la región era (y sigue siéndolo) húmedo y, por lo tanto, favorable a la colonización por árboles de gran porte y la consiguiente densificación del monte. La proliferación de las palmeras está relacionada, según Watling, con el aumento del uso de la tierra por el hombre, lo cual se ve corroborado por los depósitos de partículas de carbón. Las palmeras tienen diversos usos. Sus cocos sirven de alimento, sus troncos sirven para construir chozas y sus hojas para cubrirlas. Según Watling, esto sugiere que luego de la limpieza del monte a cargo de los primeros habitantes de la región, éstos habrían empezado a permitir la proliferación únicamente de las especies vegetales de las cuales hacían uso. En otras palabras, los antiguos habitantes de la zona hicieron uso de técnicas primitivas de manejo forestal durante miles de años. La ausencia de carbón a 500 metros de distancia de los geoglifos significa que su entorno no fue deforestado. “Esto sugiere que los geoglifos no se proyectaron para ser visibles a distancia, sino para quedar escondidos de su vista, lo cual no deja de ser una conclusión inesperada”, dijo. Geoglifos Los geoglifos que estudiaron Watling y sus colegas de Brasil y del Reino Unido fueron abandonados hace alrededor de 650 años, por ende, antes de la llegada de los europeos a América. En concomitancia con el abandono de los geoglifos, se observa la declinación de la participación de las palmeras en el medio ambiente. Los geoglifos impresionan por su belleza y por la precisión de sus líneas. ¿Cuál fue el pueblo que construyó esas estructuras? ¿Qué técnicas se utilizaron para erigir formas tan perfectas? La primera imagen que viene a la mente es la de los animales esculpidos en el suelo del desierto de Nazca, en Perú. Descubiertos en 1927, habrían sido realizados hace 3.000 años. Vistas desde el suelo, las figuras peruanas parecen líneas sin fin que se pierden en el horizonte. Sólo desde lo alto, a unos 1.500 metros de altura, sus formas comienzan a cobrar sentido. Componen un colibrí, una abeja y un mono. Tales figuras se hicieron famosas en los años 70, cuando el escritor suizo Erich von Daniken publicó el libro –que vendió millones de ejemplares y que derivó en una película– Recuerdos del futuro. Von Daniken postulaba la teoría de que ciertas civilizaciones, como la de los aztecas, habrían sido visitadas por alguna forma de vida extraterrestre inteligente. De allí la justificación de figuras que sólo tienen sentido cuando se las ve desde grandes alturas. Sin embargo, según cuentan los antropólogos, la intención de los indios autores de aquellas obras de arte milenarias era enternecer a los dioses, convenciéndolos a hacer llover. Los geoglifos de Acre están situados a mil kilómetros al nordeste del desértico valle de Nazca. Y en Acre, como es sabido, la falta de lluvia no constituye precisamente un problema. En su posdoctorado, Watling también estudia el impacto que ejerció sobre la selva un poblamiento indígena del sitio arqueológico de Teotônio, en la zona del alto río Madeira, en el estado de Rondônia. “Teotônio posee algunas de las dataciones más antiguas de la prehistoria amazónica. Fue ocupado durante al menos cinco mil años”, dijo. Suscriptores de PNAS pueden leer el artículo intitulado Impact of pre-Columbian “geoglyph” builders on Amazonian forests (doi: 10.1073/pnas.1614359114), de Jennifer Watling, José Iriarte, Francis E. Mayle, Denise Schaan, Luiz C. R. Pessenda, Neil J. Loader, F. Alayne Street-Perrott, Ruth E. Dickau, Antonia Damasceno y Alceu Ranzi, en el siguiente enlace: pnas.org/content/114/8/1868.abstract. Fonte: Agência Fapesp